Pelusas en un rincón


Llevaba un tiempo siguiendo la evolución de aquella editorial, Bifurcaria, simplemente porque me gustaba mucho su trabajo, su irreductible apuesta por la calidad literaria y la elaborada belleza de sus portadas (todas realizadas por el mismo ilustrador, un tipo, a mi juicio, sencillamente genial). En un momento en el que el mundo del libro convulsionaba con la llegada arrasadora del e-book, Ediciones Bifurcaria  había conseguido mantener un aura propia de excelencia y singularidad. Su catálogo se nutría de narrativa a menudo intimista, abría puertas a nuevos valores jóvenes, exultantes de originalidad y frescura, y abundaban en él los buenos libros de autor: como mínimo, tres o cuatro maravillosos… Obras maestras, sin duda.
Así que cuando me metí en eso del Facebook hice una solicitud de amistad a su editor, que fue aceptada, e inicié un tímido coqueteo  pelotillero con él, no porque tuviese como objetivo publicar un libro mío en Bifurcaria  (aunque ahora piense que quizá en el fondo sí) dado que yo no consideraba mis escritos a la altura, ni mucho menos, de las obras que divulgaba, sino porque realmente le admiraba y era para mí un honor poder relacionarme con él en la distancia, de esa forma casi anónima con visos de realidad que tejen los hilos invisibles de las redes sociales.
Una fotografía, un perfil, cientos de comentarios, un permanente «me gusta» y algunas frases pretendidamente ingeniosas me valieron de su parte un par de referencias que me hicieron sentir feliz, aunque yo supiera bien que eran tan solo unas migajas en pago por mi muestra permanente de adhesión y fidelidad a todo lo que ambos, el editor y el ilustrador, hacían, decían y colgaban en la red… Al fin y al cabo, la vanidad es el más humano de los pecados, el punto flaco al que nadie es ajeno, y a ese editor exquisito (lo era, lo es) que escribía, además, narraciones de corte impecable, supongo que también le halagaba alimentar su pequeña corte de aduladores incondicionales. Como a cualquiera, sin duda. Porque, a pesar de que sé de buena tinta que al principio la editorial pasó serios apuros económicos para mantenerse a flote sin renunciar a su ideario inicial de belleza, de repente la suerte le sonrió e hizo pleno con un libro menos literario, más oportunista pero también más desgarrador, que abordaba los oscuros recovecos de la corrupción. Un tema muy actual. El libro se reeditó varias veces y se vendió como los churros. Churros de oro que le permitieron seguir adelante apostando más fuerte.
Pronto se anunciaron nuevas publicaciones. Me apresuré a comprar una de ellas y me fascinó. Se repescó a un autor al que yo conocía un poquito, del que había leído un cuento (publicado en otra colección, en otra editorial) que me había gustado mucho. Apareció en Facebook la nueva portada (preciosa, evocadora y original, con ese «toque» personal tan propio del ilustrador) que, cual carta de presentación extraordinaria, iba a lucir el libro (un conjunto de relatos, por supuesto) y aquel día se colapsó la pantalla con cientos de «me gusta». Y yo recibí vía Facebook una invitación para asistir al acto de presentación. Contesté que sí, claro, que iría. Allí iban a estar el editor de Ediciones Bifurcaria, el ilustrador y uno de sus autores, quizá el más emblemático, el que había escrito un libro de cuentos de los que yo catalogo de obra maestra. Curiosidad y excitación.
Llegué al centro comercial donde se celebraba el evento con cuatro minutos de retraso. Me hice con el volumen antes de dirigirme al salón de actos y sufrí la primera decepción. La portada era la misma, sí, preciosa, pero habían rebajado mucho la calidad de la edición y el precio me pareció elevado, casi abusivo para un libro tan pequeño, cuyas páginas estaban encoladas y no cosidas, como en cualquier tirada de bolsillo de un superventas, como las que encargo yo para mis obras autoeditadas, vaya, porque me salen baratas y se hacen a demanda. Bueno, me dije, la portada sigue siendo preciosa y el primer relato, que era el que ya conocía, estupendo.
Cuando me dispuse a entrar, el salón de actos estaba ya abarrotado. No he comentado todavía que padezco cierta fobia social, producto de mi extrema timidez, así que sufrí el mismo vértigo desagradable, la misma sensación de náusea y de pequeñez que sufro siempre que tengo que entrar a un sitio desconocido y lleno de gente. Sentados a la mesa presidencial se hallaban el autor, el presentador y el editor. Por supuesto, no había ninguna silla libre, así que busqué un lugar discreto y permanecí de pie junto a una pared que me sirviera de sostén (físico y moral), con la chupa y el libro recién comprado apretados en mi brazo. Tras varias ojeadas divisé a un par de escritores de los que van de divos, de esos que conscientemente cultivan aires de intelectualidad gauche divine o «izquierda caviar» con pelos o calvas, patillas, perillas, gafas, bufandas y sofisticados aditamentos que acentúen su pinta de artistas bohemios. En el centro, cómodamente sentados, abundancia de cacatúas sexagenarias, septuagenarias u octogenarias de ambos sexos, de las que acuden sistemáticamente a cualquier evento para salir de casa, verse, envidiarse y comentar el acontecimiento en sus partidas de bridge. Y, ¡oh cielos!, en un lateral de la sala distinguí, muy cerca de donde yo estaba, apretujados en un sofá cabriolé de dos plazas como tres langostillos en lata, a «mi» ilustrador, a «mi» autor emblemático y a otro escritor de esos que alborotan mucho, al que conocía de vista. Mi ilustrador y el escritor escandaloso cotilleaban frívolamente y reían, susurrándose comentarios al oído, ajenos a las palabras y discursos de presentación. Mi autor emblemático permanecía serio, callado, melancólico, luciendo una mirada triste en sus grandes ojos de cocker spaniel, ajeno a todo y a todos, él también, dentro de un extraño ensimismamiento. El editor, majo chaval (bastante más joven que yo, por cierto), parecía un showman gala Goyas, muy agradecido a la concurrencia, derrochando simpatía, pulsiones de éxito y mostrando sonrisa dentífrica. El presentador no iba bien preparado. Salió del paso (porque tiene tablas y le sobra experiencia) citando tópicos y lugares comunes y al escritor, ¡pobre!, le faltó toda la chispa que les sobró al editor y al presentador.
A los quince minutos escasos decidí que yo allí no pintaba nada. Ninguna cara amiga, ningún gesto de saludo. Ni siquiera me apetecía que el autor me dedicase el libro.
Me escurrí con sigilo pasando por delante del sofá cabriolé donde seguían riendo el ilustrador y su amigo mientras mi autor favorito, langostillo contra langostillos, contaba las musarañas, y ya fuera de la sala me dediqué a husmear entre las estanterías. Al otro lado, pared con pared, seguía su curso la (re)presentación y se oía un murmullo lejano y algunas risas sofocadas. Cogí de un estante, casi al azar, un libro que me apeteciera leer. Y entonces tuve una idea «genial»: buscarme, sí, buscar alguna de mis novelas entre los anaqueles de la librería. Hacía como cosa de diez meses aún había encontrado en ese mismo centro comercial dos ejemplares de la última publicada. Pero ya no. Simple y literariamente, ya no existía. Y me dio igual. Salí a la calle sin pagar el libro escogido, me encendí un cigarrillo, aspiré un par de caladas hondas y volví a casa caminando lentamente, disfrutando del paseo, del frescor nocturno y de la futilidad de mi huida.
En Facebook ya había fotos colgadas y comentarios acerca de la exitosa (re)presentación y un poco más arriba, o más abajo (no lo recuerdo) la portada de una nueva novela de Ediciones Bifurcaria  que relataba, de forma sensible y protagonista, la terrible (y polémica) tragedia ocurrida un par de años atrás en un estadio de futbol, donde habían muerto cinco personas aplastadas por un auténtico tsunami humano.
Por cierto, el libro de relatos de marras me ha parecido cojonudísimo.    
      

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